domingo, 29 de noviembre de 2009

Marcada por 200 millones de personas ancladas en la miseria, el continente no ha conseguido superar el peso de obscenas desigualdades sociales

Por MARTÍN CAPARRÓS © BABELIA

Soy argentino: nací en un país que nunca creyó que fuera parte de América Latina hasta que, hace unos años, en medio de la peor crisis de su historia, empezó a aceptar que lo era. No fue, para nosotros, un hallazgo feliz.

Quizá no debería decirlo, pero para los argentinos empezar a ser latinoamericanos fue dejar de pensarnos como una sociedad con un Estado muy presente, buena salud y educación públicas, cierta capacidad industrial, infraestructura de servicios eficiente, mercado interno suficiente, cierta cultura, clase media cuantiosa y una desigualdad moderada en los ingresos. Y descubrirnos como una sociedad desregulada salvaje, exportadora de materias primas, sin garantías estatales de bienestar, con violencia creciente, educación escasa y una extrema polarización de clase: ricos muy ricos y pobres bien pobres. Muchos pobres, cada vez más pobres. Ése fue el precio de empezar a llamarnos latinoamericanos: nadie querría pagarlo.

—O sea que para usted decir latinoamericano es algo así como un insulto, mi querido.

—Yo no diría un insulto, licenciado. Más bien una tristeza suave, o a veces una rabia.

En general, cuando un habitante del Occidente más o menos rico piensa en Latinoamérica imagina, antes que nada, recursos naturales, selvas vírgenes, mujeres y hombres menos, músicas dulzonas, imaginación desenfrenada. Y, justo después, se detiene en la Sagrada Trinidad Sudaca: violencia, corrupción, pobreza. No disimulen, primos gallegos, catalanes, vascos: ustedes también piensan en eso. Y nosotros: uno de los deportes clásicos en cualquier encuentro de latinoamericanos de acentos variopintos es el Campeonato del Peor: quién tiene en su país más corrupción, mayor violencia, más pobreza. Lo cual nunca se resuelve -los sudacas somos orgullosos- y entonces podemos pasar a la etapa siguiente y postular que las tres están perfectamente ligadas: que la violencia es un producto de la exclusión creada por la pobreza y profundizada por la corrupción de los poderosos -o algo así. Pero que no sabemos, claro, cómo salir del círculo vicioso.

Ciudad del Este es el triunfo de lo falso. Las calles y los puestos y los locales rebosan de falsificaciones mayormente chinas: las zapatillas falsas, por supuesto, y los falsos perfumes franceses y las lacostes tan falsas como una descripción y las pilas y pilitas falsas y las falsas camisetas de fútbol y los bolsos Vuitton o Mandarina perfectamente falsos y los encendedores y los relojes y los licores y los remedios falsos: aquí lo único verdadero es la falsificación. Alguien trata de convencerme de que fabrican falsas hamacas paraguayas pero no sabe explicarme cómo se logra ese portento. Entonces otro me cuenta que, a la noche, todo se llena de falsas mujeres que son, en verdad, nenas -y me impresiona un poco tanto esmero.

Hace calor. Por las calles atestadas de vendedores y compradores -en Ciudad del Este no hay más categorías posibles- cruzan chicos cargados de cajas y más cajas, muchachos que tratan de venderme un cortapelos, chicas que me ofrecen estampitas de vírgenes, y el polvo se mete en todas partes y los gritos se meten y el olor de tantos sudores combinados. Ciudad del Este es sudaca sin velos y, en medio de todo eso, una tienda enorme elegantísima la convierte en metáfora boba de América Latina. Entre el olor y el polvo y esos gritos, el edificio de vidrios y de acero: la Monalisa es un duty free de aeropuerto con perfumes relojes lapiceras maquillaje maletas de las marcas correctas y lo atienden las chicas más correctas y hay poca gente y hay silencio y el aire es fresco muy correcto y, en el sótano, para mi gran sorpresa, aparece la mejor bodega al sur del río Bravo: esos grandes vinos franceses que aquí no bebe nadie, nada por menos de cien dólares. El caos, los vivillos, las falsificaciones, la pobreza activada rodeando el lujo más abstruso. Ciudad del Este, ex Puerto Stroessner, Paraguay, Triple Frontera, es un curso exprés perfecto sobre Latinoamérica.

Mucho más que la pobreza, esa miseria: la diferencia obscena.

Aunque en los últimos años la economía de Latinoamérica ha crecido un poco, en cifras de ministerios y bancos internacionales; el continente tiene, además, un tercio de las aguas limpias del mundo, las mayores reservas de petróleo, cantidad de minerales, plantaciones, tierras, poca gente. Hubo milagros chilenos, peruanos, casi colombianos, incluso mexicanos y por supuesto brasileños. Pero la economía latinoamericana sigue marcada por su dependencia de los mercados internacionales -el continente es más que nada un productor de materias primas o, como se dice ahora, de commodities- y, sobre todo, por aquello que llaman la pobreza: 200 millones de personas -dos de cada cinco- que no comen todo lo que deberían.

—Uy, ustedes los sudacas no paran de hablar de su pobreza. ¿Será para tanto?

Es difícil imaginar la realidad de la pobreza desde las calles de una ciudad rica. Creo que recién lo entendí hace unos años, cuando fui a un campamento del movimiento de campesinos Sin Tierra brasileño, en medio del Amazonas. Los ocupas rurales me alojaron en la choza de una mujer de 30 años que no estaba allí -y se llamaba Gorette. Aquella noche, imperdonable, espié sus posesiones: en su choza había una cocina de barro, un machete, 4 platos de lata, 3 vasos, 5 cucharas, 2 cacerolas de latón, 2 hamacas de red, las paredes de palos, el techo de palma, un tacho con agua, 3 latas de leche en polvo con azúcar, sal y leche en polvo, una lata de aceite con aceite, 2 latas de aceite vacías, 3 toallitas, una caja de cartón con 10 prendas de ropa, 2 almanaques de propaganda con paisajes, un pedazo de espejo, 2 cepillos de dientes, un cucharón de palo, media bolsa de arroz, una radio que no captaba casi nada, 2 diarios del Movimiento, el cuaderno de la escuela, un candil de kerosén, tres troncos para sentarse, un balde de plástico para traer agua del pozo, una palangana de plástico para lavar los platos y una muñeca de trapo morochona, con vestido rojo y rara cofia. Eso era todo lo que Gorette tenía en el mundo -y digo todo: exactamente todo y nada más. Aquella noche empecé a entender qué era la pobreza. O lo supuse.

Porque después me pareció que la palabra pobreza no servía para describir las sociedades latinoamericanas. Pobreza es una palabra demasiado amplia: describe, suponemos, la condición de los que tienen casi nada. Gorette, por ejemplo: su austeridad extrema era la norma en aquel campamento de campesinos que habían decidido ir a buscar sus vidas al medio de la selva; ninguno de sus vecinos y compañeros tenía mucho más. Pero es un caso cada vez menos frecuente: en América Latina, la mayoría de los pobres vive en asentamientos precarios alrededor o dentro de las grandes ciudades, o sea: enfrentados al martilleo constante de que otros sí tienen todo lo que ellos no. Lo cual, a falta de mejor palabra, querría llamar miseria.

No es lo que dice la Academia: en su diccionario, miseria figura como "estrechez, falta de lo necesario para el sustento o para otra cosa, pobreza extremada". Pero lo que llamo miseria es la desigualdad brutal, concentrada en un mismo territorio, y sus efectos de enchastre y de violencia: la humillación constante. La pobreza latinoamericana no suele aparecer en un contexto de carencia, de imposibilidad: no un desierto sudanés, no un pantano bengalí. Son villeros o pobladores o favelados junto al barrio caro pomposo custodiado: pobreza con escándalo de despilfarro cerca. La pobreza común es dura pero crea vínculos, redes, tejidos sociales; la miseria de la desigualdad los rompe, deshace cualquier intento de construcción compartida. El diezmo más rico de los latinoamericanos gana más de 30 veces más que el más pobre; en España, por ejemplo, la proporción ronda el 10 a 1. La esperanza de vida de mis vecinos de Buenos Aires es de 76 años; los habitantes del Chaco, una provincia de este norte, se mueren -en promedio- a los 69. O sea: un porteño vive un 10% más que un chaqueño -y la proporción es parecida si se comparan habitantes de San Pablo y Alagoas en Brasil, o Lima y Cuzco en Perú. Muchas otras cifras podrían decir lo mismo: pedestre, suelo creer que nada es más decisivo que vivir o no.

Digo: miseria. Una sociedad que produce el triple de los alimentos que precisa -pero uno de cada seis chicos sigue desnutrido. O, dicho de otro modo: aquella bodega con sus Château Mouton-Rothschild en medio de la selva de chiringuitos falsos. Eso es, ahora, todavía, América Latina. Y así nos sigue yendo.


[Martín Caparrós, Buenos Aires, 1957. Autor de Una luna (Anagrama, 2009 )

miércoles, 26 de agosto de 2009

Después del socialismo, ¿qué?


SOCIALISMO BAJO CUALQUIER NOMBRE

David Horowitz

En un discurso en Moscú el 1 de enero de 1991, Boris Yeltsin dijo:

"Nuestro país no ha tenido suerte… Se decidió realizar este experimento marxista en nosotros… Y simplemente nos empujó fuera del camino de los países civilizados…Al final, demostramos que estas ideas no tienen cabida en ninguna parte."

Para la izquierda fuera de la Unión Soviética, sin embargo, la conclusión de Yeltsin sigue siendo inconcebible. Lo que angustia a la izquierda no es tanto la catástrofe del socialismo como que su historia haya acabado en el desencanto. Sufre porque la experiencia de este siglo de revoluciones haya llevado a conclusiones conservadoras: la reconciliación con los límites de la condición humana; el reconocimiento de los inevitables conflictos e insuficiencias que constituyen la infelicidad social. En otras palabras, la aceptación de quién somos y qué somos.

De no ser por esto, grandes contingentes de la izquierda ahora está preparados para conceder muchas cosas: la bancarrota del marxismo, los males del comunismo e, inclusive, la contaminación del socialismo debido a su asociación con ambos. Pero esos izquierdistas insisten en que la ineficiencia de las ideas no significa que haya que renunciar a sus nobles ambiciones, que renunciar al pasado del socialismo no significa renunciar a su futuro, que renunciar a la tentación totalitaria no significa renunciar a la causa radical. Esa perspectiva les repugna. Significa haber perdido la discusión de toda una vida. Es la perspectiva de convertirse en uno de ellos, de volverse un contrarrevolucionario de la derecha. Abandonar las lealtades de toda una vida, transformarse en un conservador. ¿Qué romanticismo hay en eso? ¿Qué quedaría de sus esperanzas progresistas, de su búsqueda de la igualdad y la justicia social? Estos pensamientos impensables son los que los unen a los harapos de un credo desacreditado; eso es lo que los hace todavía, a pesar de todo, soldados de la vanguardia de la izquierda política.

¿En qué ejército?

En realidad, ¿qué es esta vanguardia, ahora que su Nuevo Mundo se ha colapsado? ¿Y qué queda de la división que ha definido nuestras vidas políticas? Los términos izquierda y derecha son algo más un homenaje residual a 1789. Esos términos identifican a los partidos que han estado luchando desde entonces por el destino de la modernidad, es a través de ellos que ubicamos a nuestros antecesores en la lucha por la libertad y la justicia, es a través de ellos que medimos quiénes somos.

O lo hemos hecho, hasta ahora. Porque en realidad hemos llegado a un punto de viraje. La historia de la modernidad revolucionaria se está cerrando. El derribo del Muro de Berlín marcó el fin de una época de manera tan contundente como la toma de la Bastilla marcó su inicio. Como todos los fines, éste cambia nuestra percepción de lo ocurrido anteriormente.

Por esto es imposible consolarse con la ilusión de que el socialismo hubiera podido funcionar si se hubiera ensayado ésta o aquella variante. Sin embargo, entre los que siguen identificándose con la izquierda, nadie acepta eso. En este siglo, las revoluciones de la izquierda han creado despotismos que reducen otras tiranías de la historia a la insignificancia. Con todo, para los militantes de la cultura radical, la "izquierda" sigue evocando el idealismo de una causa "progresista", mientras que "derecha" sigue siendo sinónimo de reacción social.

En realidad, no se puede permitir que la idea socialista siga funcionando como un cheque en blanco para la violencia y la injusticia que requiere el hacerla realidad. No podemos utilizar la fantasía socialista, ni siquiera retrospectivamente, para justificar asaltos contra sociedades, que por negativas que fueran, resultaron menos opresivas que las "soluciones revolucionarias" que vinieron después. Los fallidos "experimentos" de la izquierda deben ser vistos como lo que realmente fueron: sangrientos ejercicios de nihilismo civil, violentas persecuciones de esperanzas vacías, actes gratuits revolucionarios.

Condenados desde su concepción y deliberadamente destructivos, estos gestos revolucionarios están condenados por la moralidad y la justicia. Si hubo un "partido de la humanidad" en las guerras civiles provocadas por la izquierda, fue el partido contrario: el partido los que defendieron los procesos democráticos y el orden civil contra el barbarismo que traía la revolución.

El término "contrarrevolucionario" es la prueba de su incapacidad para comprender la historia que han vivido. Cien millones de personas han sido asesinadas en las revoluciones de la izquierda mientras que muchos millones más fueron enterradas vivas. Tras las murallas de los gulags, culturas enteras fueron asoladas, civilizaciones destruidas y generaciones enteras privadas de las condiciones de una vida decente. Y, a pesar de todo, para los progresistas, el epíteto "contrarrevolucionario’’ sigue siendo un término de oprobio en vez del sinónimo de cordura moral que nos muestra la historia. Contrarrevolución es el nombre de la resistencia a las enormes depredaciones provocadas por soñadores como ellos.

La misma palabra "contrarrevolución" fue inventada por los virtuosos terroristas de la Revolución Francesa para estigmatizar a los opositores que estaban llevando a la guillotina. En realidad, los primeros "contrarrevolucionarios" fueron las mismas masas en cuyo nombre había triunfado la revolución: los campesinos de la Vendée, un cuarto de millón de los cuales fueron asesinados en el Terror Jacobino del Año II.

Los campesinos de la Vendée no se oponían a los cambios de 1789 -las reformas constitucionales de la Monarquía, la Declaración de los Derechos del Hombre, el derecho al voto para el Tercer Estado- sino a la dictadura revolucionaria que le siguieron. Lo que inspiró su resistencia fue la República de la Virtud y el Culto a la Razón (y el Reino del Terror requerido para crear una ciudadanía virtuosa y razonable),

En el exterior, el principal apóstol de la contrarrevolución-el liberal inglés Edmund Burke–tampoco era opositor de las reformas políticas y del establecimiento de una república, sino del intento radical de transformar la sociedad y recrearla de novo. Y fue esta ambición totalitaria –de rechazar el pasado y rehacer la humanidad- lo que ha motivado desde entonces a los contrarrevolucionarios.

Los creadores leninistas de la Unión Soviética fueron los herederos conscientes de la vanguardia jacobina. Al exterminar a los "enemigos del pueblo", los leninistas hallaron indispensable el término "contrarrevolucionario". Lo usaron primero para desacreditar a los liberales que se opusieron a su golpe de estado contra la democracia que había reemplazado al zar. Lo aplicaron entonces a sus rivales mencheviques, luego a los anarquistas, a los marinos del Kronstadt, a los oposicionistas, trostskistas, bujarinistas y hasta a los estalinistas anti-Stalin. Al final, lo emplearon contra todo espíritu recalcitrante que se interpusiera en el camino de sus planes revolucionarios. Al igual que sus héroes jacobinos, los leninistas también crearon un imperio de magnitud napoleónica. Pero setenta años después de su creación, los siervos de ese imperio se alzaron en masa en la mayor contrarrevolución de la historia humana.

Casi doscientos años antes, el filósofo reaccionario Joseph de Maistre, refiriéndose al término que los jacobinos habían aplicado a sus opositores políticos, escribía lo siguiente: "El restablecimiento de la monarquía, que es llamado "Contrarrevolución’’, escribió en 1797, "no será una revolución contraria sino lo contrario de la Revolución’’. Reaccionarios como Maistre no apoyaban 1789 sino defendían al ancient régime. Estaban por el status quo ante.

Teniendo esto presente, observe ahora los enormes acontecimientos de 1989 y 1991. Los levantamientos masivos en todo el imperio soviético y el dramático final en Moscú no fueron lo contrario de la revolución de 1917 sino una verdadera contra-revolución. Aspiraban no sólo a la restauración del viejo régimen sino a uno nuevo. El futuro que invocaban era la antítesis del impuesto por los leninistas y esta antítesis era precisamente ese futuro revolucionario-burgués y democrático, individualista y capitalista- cuyo paradigma había defendido el mismo Burke para Estados Unidos en 1776.

Volviendo la mirada sobre esta historia de doscientos años, por consiguiente, podemos ver que no se trata simplemente de un conflicto entre Revolución y Ancien Regime (donde contrarrevolución es sinónimo de reacción y revolución significa progreso) sino un conflicto entre dos tradiciones revolucionarias, dos caminos hacia el mundo moderno.

La Guerra Fría, que a menudo se nos presenta como un conflicto entre potencias sin ninguna dimensión histórica particular, puede ser considerada más exactamente como el clímax del conflicto entre estas dos tradiciones. El espíritu o ethos radical de la Revolución Francesa se convirtió en el hontanar de todas las revueltas socialistas contra el orden burgués que culminaron en el establecimiento del imperio soviético. El ethos libertario de la Revolución Americana inspiró a sus opositores conservadores y señaló el camino de una contrarrevolución basada en los derechos individuales, el libre mercado y las constituciones democráticas. Las sociedades que siguieron este camino formaron una alianza de naciones libres cuyo triunfo en la Guerra Fría ha señalado el fin de la era totalitaria.

Los izquierdistas que no quieren afrontar las implicaciones de su derrota histórica, prefieren sentirse intrigados por los acontecimientos. El triunfo de la Derecha les resulta tan incomprensible que hablan de las contrarrevoluciones en la Europa del Este como si se tratara de enigmas impenetrables. Debido a que los demócratas en la Unión Soviética se llaman "radicales" y los comunistas "conservadores’, llegan a la conclusión que hemos llegado a un nuevo "fin de las ideologías." El concepto mismo de Izquierda y Derecha habría perdido su significación y haría falta un nuevo vocabulario político.

¿De veras? Sólo si uno insiste en ver esta historia a través del prisma de una sola tradición. Y sólo si uno quiere evitar el ajuste de cuentas con la derrota socialista.

Pero si rechazamos este tipo de razonamiento y reconocemos que hay dos tradiciones –la liberal y la radical- en conflicto mortal, la dificultad se desvanece. Cuando estas dos tradiciones se confrontaron a través de la Cortina de Hierro, Izquierda y Derecha se convirtieron en imágenes especulares. Dentro del bloque soviético, "Izquierda" significaba contrarrevolución (capitalismo, liberalismo, democracia), mientras que "Derecha" significaba la defensa conservadora del status quo, es decir, la dictadura marxista, el comunismo, el socialismo. En Occidente, es justamente lo contrario: el status quo que defienden los conservadores es liberal y democrático. Ser conservador dentro de una tradición revolucionaria simplemente significa conservar el modelo peculiar a esa revolución. Ser conservador en el contexto del Occidente democrático significa querer preservar el marco capitalista, liberal y democrático que constituye su logro histórico, y actuar conforme a las premisas no utópicas que son su fundamento filosófico.

¿Que significa ser de Izquierda?

Y ¿qué significa ser de izquierda dentro de esta marco liberal? Desde hace doscientos años, la contrarrevolución izquierdista ha significado una guerra permanente contra la sociedad burguesa- contra la cultura de los derechos individuales y el pluralismo político, contra los fundamentos de propiedad privada del estado liberal. Haber estado en la Izquierda es haber estado en guerra permanente con las únicas sociedades libres y democráticas que ha conocido el mundo. Ha sido una guerra llevada en nombre de ideales irrealizables y de un futuro impracticable, y que ha aparejado miseria y opresión de incalculables proporciones a incontables millones.

Muchos izquierdistas objetarán. No quieren que se les ponga en el mismo saco con los leninistas, marxistas y otros totalitarios. Se llaman a si mismos socialistas democráticos (suponiendo que esta frase tiene algún significado en el mundo real). Ha prestado atención a las tragedias soviéticas y han modificado su credo.

Es cierto, por ejemplo, que desde el colapso de la economía soviética, muchos "socialistas democráticos’’ están ansiosos por admitir que no se puede descartar tan fácilmente al mercado. En ocasiones, inclusive se permiten decir que quizás "socialismo" sólo sea, en fin de cuentas, el término para una forma más humana de capitalismo. Y, sin embargo, hay algo tan visceral en su identificación con la causa socialista, tan apasionado en su creencia en un mundo re-construido, que rehusan lo que parecería ser la opción honorable: Admitir que estuvieron equivocados y renunciar al fantasma radical. En vez de eso, insisten que el nombre de su sueño sigue siendo socialismo.

En fin de cuentas, las concesiones que están dispuestos a hacer ahora parecen menos una autocrítica que una táctica para evitar más derrotas. Consideren el nombre que le han puesto a su proyecto: socialismo de mercado. ¡Que rápidamente se han apropiado del concepto que una vez condenaron, y que condenaron cuando las vidas de millones de personas estaban en la balanza! Los socialdemócratas, y no solo los leninistas, escribieron bibliotecas enteras tratando de demostrar que la economía de mercado era la raíz de todos nuestros males. Y, sin embargo, ahora corren a incorporar el mercado como un remedio para los males del socialismo. Todo con tal de no renunciar a su fe.

Examinemos que significa entonces aferrarse a esta fe y ser de izquierda radical dentro de la tradición política del Occidente liberal. Se puede decir que la Izquierda comenzó con un famoso pasaje del "Discurso sobre los Orígenes y Fundamentos de la Desigualdad" de Rosseau:

"El primer hombre que tras cercar un terreno, decidió decir que esto es mío, y encontró gente suficientemente simple como para creerlo, fue el verdadero fundador de la sociedad civil’’.

Y Rosseau exclamó, en palabras que reverberan a través de la historia subsiguiente:

"Cuantos crímenes, cuantas guerras, cuantos asesinatos, cuantas desgracias y horrores le hubiera ahorrado ese hombre a la especie humana si esta, arrancando las cercas de la tierra, hubiera gritado: ¡No escuchen al impostor, están perdidos si olvidan que los frutos de la tierra nos pertenecen a todos por igual y que la tierra en su conjunto no es de nadie!’’

Durante los siguientes dos siglos, esta idea sirvió como inspiración del ataque radical contra la democracia liberal en Occidente. En realidad, la acusación de que la propiedad privada ha corrompido a la humanidad se convirtió en la proposición básica de todos los intentos por construir un futuro radical. Futuro en el que los males "socialmente creados", como la desigualdad y la injusticia, serían relegados a un museo de antigüedades.

Dos siglos después, el desmigajamiento de estos esquemas socialistas han cambiado el sentido del apóstrofe de Rosseau. Ahora tenemos que preguntar:

¿Cuántos crímenes, cuántas guerras, cuántos asesinatos, cuántos desgracias y horrores se hubiera ahorrado la especie humana si el mundo no hubiera escuchado a este impostor radical cuando atacaba a la propiedad privada-el fundamento mismo de la libertad- mientras invocaba los ilimitados poderes del estado para hacer a los hombres virtuosos e iguales?

Esta pregunta marca la línea divisoria entre la Izquierda y la Derecha. Para Rosseau, como para los radicales que lo siguieron, la sociedad es la raíz de la opresión humana. "El hombre nace libre pero en todas partes está encadenado.’’ El objetivo de los radicales es la transformación de la sociedad que liberará al "auténtico" ser humano. Pero la historia del socialismo ha mostrado (como los conservadores advirtieron siempre que haría) que la humanidad, liberada de las responsabilidades de la propiedad y del orden y la disciplina del mercado, de la religión y del imperio de la ley, sólo sabe retroceder al barbarismo y la maldad atávica.

Para la contrarrevolución de la Derecha, la verdad revelada sobre la humanidad es exactamente lo opuesto del reclamo de Rosseau: la sociedad no sólo es la represora de la naturaleza humana sino su fiel reflejo; no simplemente su corruptora sino también su civilizadora. "¿Qué es el gobierno," escribió uno de los fundadores de Estados Unidos, "sino un reflejo de la naturaleza humana?". Y "si los hombres fueran ángeles no habría necesidad de gobierno.’’ El hombre no nace libre sino esclavo de sus pasiones. Son sólo los límites civilizadores del contrato social los que pueden liberar al hombre naturalmente antisocial y hacerlo entrar en el orden de una vida relativamente humana y productiva.

Este es el realismo pragmático que informa el paradigma americano, y su argumento está sintetizado en la famosa discusión de Madison sobre las facciones políticas en el Federalista #10. Todas las divisiones de clase, sexo y raza que los igualitarios de la Izquierda proponen erradicar son, en última instancia, los problemas de la facción de Madison. Al definir su enfoque de estos problemas, por consiguiente, el Federalista #10 también define el paradigma de la Derecha conservadora:

"Hay dos métodos de curar los males de la facción: uno es eliminando sus causas; el otro, controlando sus efectos. De nuevo hay dos métodos de eliminar las causas de una facción: uno, destruyendo la libertad que es esencial a su existencia; el otro, dándole a cada ciudadano las mismas opiniones, las mismas pasiones y los mismos intereses." (*)

En este pasaje, la historia de los dos últimos siglos está destilada en dos proposiciones. El radical está decidido a eliminar las causas de la división humana y el sufrimiento consiguiente; el conservador se contenta con tratar de administrar esos conflictos, de contener los efectos de los males que son parte de nuestra humanidad. En el impulso radical para redimir a la humanidad, los conservadores ven una amenaza a la libertad humana. Porque la decisión de erradicar las causas del conflicto social, de hacer a la sociedad una e indivisible, no es nada menos que la ambición totalitaria. Es la promesa (en la reveladora fórmula de Rosseau) de obligar a los hombres a ser libres.

Al escribir antes de la Revolución Francesa y por consiguiente antes de la aparición de la izquierda moderna, Madison no creía que alguna facción realmente se propusiera controlar la consciencia de otros para crear una unidad de intereses y una igualdad de condiciones. Para Madison, semejante programa sería simplemente impráctico. La razón humana era falible y mientras hubiera libertad, las opiniones de la humanidad permanecerían diversas. Además, las facultades y talentos humanos mismos eran diferentes desde el nacimiento. De esa diversidad fluían inevitables desigualdades y, en última instancia, los derechos de propiedad que formaban un "obstáculo insuperable’’ para el logro de una cualquier uniformidad (y/o armonía) de intereses. Pero lo que para Madison era imposible y una amenaza para la libertad se convirtió en un objetivo necesario para la Izquierda moderna.

Desde la Revolución Francesa, la "libertad" radical y la "libertad" conservadora se han opuesto como los valores definitorios de la derecha y la Izquierda. Los radicales han invocado la libertad como el poder de la auto-realización y la unidad social. En la práctica, esto ha significado invariablemente la rendición de la autonomía individual a la verdad colectiva y a la opresiva alquimia de la Voluntad General. Para los conservadores, la libertad es la falta de coerción. Sus componentes son los límites civilizadores del orden social, y las restricciones negativas que impone el estado.

El objetivo conservador es democrático pero circunspecto y modesto. Es mejor vivir con algunas injusticias que, al tratar de buscar una justicia perfecta, crear un mundo sin ninguna. Esta es la gran lección política escrita con sangre en la historia de los últimos doscientos años, la lección que la izquierda rehusa aprender. Es esta negativa lo que hace de los izquierdistas los auténticos y peligrosos reaccionarios del mundo moderno.

Gracias a su amnesia histórica y hegemonía cultural, los radicales han podido apropiarse de los términos "democrático’’ y "progresista’’ (así como de "liberal" en Estados Unidos). Pero el carácter real del proyecto radical permanece obstinadamente igual. Es la antítesis del paradigma americano. Es una oposición tan fundamental que inclusive los revisionistas que aceptan una parte de los logros democráticos se revelan como profundamente hostiles al concepto de los fundadores de Estados Unidos y su camino revolucionario.

En ninguna parte esto queda mejor ilustrado que el último trabajo de Michael Harrington, el mejor exponente del socialismo democrático norteamericano. Harrington luchó toda su vida con el problemático legado de su compromiso político y sus trabajos registran un esfuerzo tan obstinado como fallido por acomodar ideas que pudieran rescatar la teoría izquierdista de su impasse moral e intelectual.

Terminado en 1989, mientras el autor padecía un cáncer terminal, el último capítulo de ese esfuerzo aparece póstumamente bajo el título de Socialismo: Pasado y Futuro. Escrito a la sombra del colapso comunista, fue un intento de reafirmar la aspiración socialista de ser "la esperanza de la libertad y la justicia humana.’’

Como generaciones de socialistas antes de él, Harrington consideraba la Revolución Francesa como un triunfo mediatizado, que sólo había alcanzado la igualdad en la esfera política. La tarea socialista era "completar" la Revolución extendiéndola al campo económico.

La (revolución burguesa) abrió las posibilidades de libertad y justicia, no su inevitabilidad. Después de todo, los gobernantes del sistema frecuentemente se sentían horrorizados por la potencialidad involuntaria de sus propios magníficos logros. Pero se sentían aterrados por que los derechos civiles de la gente… fueran a significar el fin de los derechos de propiedad para la elite.

Para proteger sus privilegios, estas clases dominantes se confabularon para impedir que la gente actuara en su interés común. Según Harrington, los Padres Fundadores alcanzaron el pináculo de ese cinismo cuando concibieron las claves del paradigma americano. "Todo esto fue teorizado,’’ escribe, "con asombrosa claridad en el Federalista #10 de James Madison, en una de la mayores defensas de la manipulación en la historia de la teoría política’’.

En síntesis, la formulación verdaderamente revolucionaria del Federalista #10, la división de poderes organizada por la Constitución y que, desde entonces, ha sido el gran baluarte de las libertades americanas, es condenada por Harrington como un obstáculo para la libertad. La tarea de la revolución socialista es destruir ese obstáculo.

La palabra final del más flexible de los socialdemócratas americanos es la última declaración de guerra contra la idea americana. Tan consistente ha sido, en estos doscientos años de tragedia revolucionaria, la embestida radical.

En Guerra con el Liberalismo

Ser un izquierdista, por consiguiente, es estar en guerra contra los dos logros más profundamente liberadores de la historia moderna: el estado liberal y la economía liberal. Estos son los pilares gemelos de lo que Friedrich Hayek llamó la Gran Sociedad, y que describió como un "orden extendido de cooperación humana’’ espontánea. Esa sociedad no es el producto de esquemas vanguardistas, como los designios socialistas, sino de un largo proceso de ajustes parciales que condujeron con el tiempo a instituciones más humanas y productivas. La democracia capitalista (imperfecta como la humanidad) es el nivel más alto de la evolución humana.

El socialismo, por el contrario, pertenece, según la concepción de Hayek, a la prehistoria de la humanidad. Lejos de ser una concepción progresiva, la ética socialista se deriva de fuentes instintivas y representa la moralidad primitiva de las formaciones pre-industriales, el clan y la tribu, que tuvieron que ser superadas para poder realizar las grandes potencialidades de creación de riqueza de las sociedades mercantiles. El socialismo moderno es, por consiguiente, el retorno de lo reprimido. Sus valores-igualdad, cooperación y unidad- son los códigos de supervivencia de grupos pequeños y vulnerables con objetivos claros e intereses compartidos.

Pero la moralidad de las comunidades tribales se vuelve desastrosa cuando pretende aplicarse a economías complejas que dependen de factores de producción geográficamente dispersos. En el contexto moderno, el ethos tribal produce atavismos sociales-la política paternalista, los nacionalismos fratricidas y los despotismos económicos que han mantenido grandes partes de Africa, Asia y América Latina empantanadas en la pobreza y la opresión.

Durante mucho tiempo, el reaccionario ethos tribal del socialismo quedó escondido dentro de la retórica universalista del movimiento marxista. Pero el colapso del comunismo ha desintegrado la idea marxista y fragmentado la cultura de la izquierda internacional. El resultado es una proliferación de teorías revolucionarias post-marxistas que ya no se basan en las clases económicas sino en el sexo, la raza y hasta la "orientación sexual’’. Estas nuevas ideologías no son tan nuevas, sin embargo, como para alejarse del impulso básico del proyecto radical. Todas comparten el deseo de Rosseau de redefinir y reapropiarse el mundo en términos de un yo colectivo. "Un anhelo atávico por la vida del noble salvaje’’, como decía Hayek, "es la principal fuente de la tradición colectivista’’.

La izquierda post-marxista ha comenzado así su carrera lanzando un gran asalto sobre la tercera gran conquista de la historia moderna: la comunidad liberal misma. Esta comunidad, cuyo paradigma es Estados Unidos, está fundada en un acuerdo universal que trasciende las particularidades multiculturales de la sangre y la tierra. Estados Unidos es la cristalización única de una idea de nacionalidad que reside en un compromiso compartido con principios universales y valores pluralistas. Este credo es la culminación de una evolución que se retrotrae en el tiempo a Jerusalén, Atenas y Roma. Encapsula lecciones que se han acumulado por la práctica y la fe, que están inscritas en las enseñanzas de una tradición sagrada y en las instituciones de la ley secular. Estas tradiciones (como sucede con la tradición judeocristiana) y esas instituciones (de hecho, instituciones democrático-burguesas) nos han llevado a verdades evidentes de las que, en última instancia, dependen nuestra libertades.

Doscientos años después de la fundación de Estados Unidos, la agenda de la izquierda radical es la desconstrucción de la idea de la nacionalidad norteamericana. La agenda de los "conservadores’’ –anticomunistas, libertarios, defensores de la propiedad privada- sigue siendo su preservación.

l David Horowitz fue socialista en su juventud. Junto con Peter Collier es coautor de Una Generación Destructiva: Repensando los Años 60. Es codirector de la revista Heterodoxia y es un interesado en los problemas cubanos.

Nota: Paradigma quiere decir modelo. Facción se refiere a grupos militantes de cualquier tipo.

(*) La idea de Madison en el Federalista #10 es simplemente equilibrar a unos grupos con otros. Lo que limita las ideas, las pasiones y los intereses de cualquier grupo son las ideas, las pasiones y los intereses de los otros grupos. Es la misma idea que subyace la separación de poderes.