jueves, 17 de octubre de 2013

El Octavo Pasajero

Por: Fernando Yurman.

 
"En los últimos años, psicoterapeutas, psicoanalistas, trabajadores y oficiantes del universo psíquico, advirtieron que los espacios de la subjetividad fueron cegados por una sobrecarga de "objetividad". La urgencia, lo inmediato, fue mermando los fértiles territorios del enigma. El suspenso que giraba en las cavernas gestadas por las estalactitas propias de cada vida, se fueron convirtiendo en depósitos, socavones para calcular presupuestos, guardar el pavor a la delincuencia o las irritaciones del tráfico. Una ansiosa velocidad cotidiana desbordo la pausa para mirarse, intuirse o vagamente saberse. Las sutiles ausencias de la buena melancolía desaparecieron sustituidas por una carencia desaforada. Se agotó nostalgia del pasado porque lo que más falta es el presente. Tampoco el "Otro", ese referente central de nuestra identidad, tiene la vieja medida ética y reflexiva que la enaltecía; ahora es solamente el enemigo airado del tráfico, el policía tracalero o el "vivo" de la cola. ¿Para qué ajardinar el inconsciente si el infierno está afuera, y no da tiempo para respirar? Más de diez años atrás, en un artículo, " Lo privado y lo público en la misma cara del espejo", había reseñado el carácter incipiente de este traslocamiento que hoy registra la terapia. En aquel entonces podía suponerse un enriquecimiento del ámbito privado por la responsabilidad de la interacción pública, nuevos ángulos que permeaban la intimidad. No era ajena al registro de una "politización", la gente estaba "politizada" se decía, aunque en verdad solo estaba ideologizada, y lo que estaba sucediendo era una despolitización acelerada; nunca hubo menos actividad y pensamiento político sustantivo que en esos tiempos apasionados y estériles. Esa pérdida doble, en la intimidad y en la extimidad, tiene ahora un nuevo estadio, como si el deslave simbólico e institucional que arrasó los intercambios hubiera dejado solo la carne viva.

Recientemente, muchos pacientes llegaron tarde a su consulta por una tranca en Altamira. La historia fue contada minuciosamente por uno de ellos : una gandola cargada con carne de res, conducida por un chofer colombiano ajeno a Caracas, desconoció involuntariamente la altura de ese distribuidor y lo chocó . El resultado fue un vuelco en cuyo retorcido amasijo quedo atrapado y malherido el conductor. Una legión de motorizados y transeúntes se acercaron a forzar las puertas del camión para saquear el cargamento, mientras hacían caso omiso a los gritos del agonizante. No hubo fuerza pública, pero hubo mucho público, y el chofer murió atrapado mientras el saqueo colectivo vaciaba el camión; la eficiente horda también despojaba a muchos desprevenidos automovilistas de la descomunal cola. ¿Cómo se debe llamar eso?, ¿qué significa?, ¿banalidad del mal? ¿La burocracia motorizada del tráfico, sus rituales, habría anestesiado la virtud, como hizo la administración del Reich con Eichmann según Hanna Arendt ? ¿Cómo sucede que gente común y corriente se aprovisione de carne animal ajena mientras escucha clamar "in vivo" la carne humana del prójimo? ¿Cómo ocurre esa vinculación de carne a carne ? El acontecimiento desnuda un valor nuevo, insiste en iluminar algo, un flash ético, no un incidente sino un paradigma del lugar del "Otro" en la vida pública venezolana. La escena usualmente convenía a las desérticas llanuras de Somalia o Sudán: la carne aquí es cara pero todavía se compra, y nadie muere de inanición sobre las avenidas. El saqueo (episodio frecuente), sumaba en este caso la escucha inclemente de una agonía, el grito que atravesaba una asistencia cívica diurna en un lugar clave del trafico metropolitano. Es algo que remite a un atavismo de la horda, un empuje del prehistórico universo caníbal, como una dentellada originaria en plena metrópolis. Lo arcaico, nos recuerda un texto de Levy Strauss, nunca deja de acompañarnos y repetirse.

¿Cómo se aborda el desvelo del paciente demorado? ¿Donde se localiza "el extraño", este "Octavo pasajero" de su experiencia? ¿Cuando la vida social está despojada de ciudadanía, y solo queda la criatura original atormentada, todavía vale viajar por los paisajes doblados del inconsciente ? ¿Sigue esa reserva del alma poblada de " padres filicidas" , "madres atrapadoras" y "mujeres devoradoras" o "vaginas dentadas" o " pechos voraces" " o cocodrilos fálicos" o largas sombras del algún lado, mientras sucede sin metáforas la escena original ? Todo indica que esa fauna jurásica no solamente ha crecido, ha trepado desde las profundidades, se ha salido, y ya no hay que adentrarnos lejos, en alguna "re presentación", solo cabe acompañar el extraviado afuera, en este lado de la jungla que ya es pura "presentación". No se trata de que lo privado y lo público estén en la misma cara del espejo, ahora el reflejo resulta ahondado en una tercera dimensión, y los demonios de la locura danzan al aire libre. Se sabe que siempre la vida pública repica sobre la íntima, son siameses discordantes, y la señal más particular habrá de incluir siempre a los otros, las promesas y las diferencias ¿ Pero qué sucede cuando se disuelve esa red que nos une, nos separa y nos configura? Lo de Altamira podría ser sólo un síntoma, pero igual que otros parece expresar una condición mayor de desvalorización de la vida, una caída abismal del estatuto del otro como humano, un retorno moral al canibalismo.

El peso aniquilante de una palabra de creencia absoluta u otra disolvente de creencia cínica, pueden erosionar igualmente el lazo humano. La vacuidad de la vida pública siempre arriesga a vaciar lo íntimo y todo lo que me constituye en el otro Una sociedad sin discurso, o sin discurso creíble, obliga al aparato psíquico a usar las últimas reservas de sus afectos inmediatos, el tejido de su memoria, tal como la inanición consume la propia grasa. Cuando estas fuentes agotan esa larga provisión de símbolos y normas que nos configuran, solamente queda el cuerpo desnudo de una sociedad caníbal.

No hay restricciones que puedan contener y ordenar las interacciones. Más sugerente que "la banalidad del mal", frase de rápida seducción literaria, parece tratarse en este caso de la masiva perdida de la "banalidad del bien", una evaporación cívica de los gestos que suscitan simpatía y solidaridad . No se trata de pulsiones violentas sustentadas en algún heroísmo o en los habituales mitos ideológicos justificatorios, sino del abandono gradual de una pertenencia a la condición humana. El beneficio conceptual de la "banalidad del bien" es que, como también sabía H Arendt en su definición, El "mal" radical no existe, excepto para algunas posturas religiosas; los "malos muy malos" no son mayoría, y en general la red social se teje con los buenos y algunos malos. No obstante, la maldad, esa ciénaga oscura donde abrevan insaciables las pulsiones freudianas, y nunca desmezclan las de la vida con las de la muerte, si existe y es poderosa. Las grandes pasiones bélicas de las ideologías abrevan en ese caldo narcisista y toman de allí su poder. Por el contrario, la bondad, cuya épica se dispersa en las convenciones sociales, desde la gentileza a la hospitalidad, es débil ( a menos que la empuje la mística o alguna patología culposa), y no tiene pulsiones primarias, ni pasiones fogosas, y suele ser conservadora. ¿Cuánta gente ayudaba a cruzar la calle a un niño o daba un asiento a una anciana, o paso a un peatón, en el mismo tiempo que saqueaban la gandola con el chofer agonizante? La libertad negativa, aquella restricción para respetar la pluralidad que postulaba Isaías Berlín, adquiere aquí toda su pertinencia. La otra, la libertad meramente positiva, es siempre riesgosa, puede producir el Jazz o la Revolución Francesa pero también la matanza y la crueldad con un conductor atrapado en un camión. ¿ A qué se debe que en ciertos tiempos ese equilibrio entre ambas se rompa y aumente la malignidad ?.

Hay tiempos que desatan lo monstruoso y despliegan una crudeza que hace adocenada y casi encubridora una frase como " la banalidad del mal" . Nos parece que el origen, aunque no la cura de este desfase, es verbal. La debacle es discursiva, el enmudecimiento del sentido deriva de la misma palabra. Todo sigue y empieza con frases, como había registrado Victor Klemperer. Es interesante observar que casi todos los intelectuales fascistas que colaboraron con el genocidio, tenían en la preguerra simples discursos ardientes, gente con inclinaciones dionisíacas en vez de apolíneas; a muchos les costaba relacionar luego esas vocaciones griegas con las montañas de cadáveres de la postguerra. Les sorprendía que un conjunto de exclamaciones y metáforas pudieran terminar matando gente. Incluso las mismas frases, aquellas que postulaban el "bien", "lo bueno", "la humanidad" , se seguían usando durante la guerra sin ninguna relación con los actos. Y en tiempos de paz, si el discurso no gesta sentidos, cuando es pura cháchara vacía, tampoco es inocuo, deja a los sujetos librados en la inermidad de su condición primaria.
Buena parte de ese equilibrio peligroso de unos y otros tiene trapecios imaginarios. La sociedad como tal, excepto para los sociólogos que la estudian, y los políticos que viven de ella, en estricta verdad no existe. Mito inventado para que la gente suponga que todos (cada uno y un montón de desconocidos) marchan hacia algún lado, y vienen desde algún otro. Si cesasen radios, televisores y periódicos, dejarían de existir países enteros. Sin embargo, las historias, proyectos, ideales, son imaginariamente necesarias, estabilizan una creencia que incluye genéricamente al otro.
No es pura veleidad el afán de trascender la individualidad. En un tiempo sucedía por la creencia religiosa, en otro por las leyes de la ciudad o la república, pero ese proyecto siempre andaba. La palabra, la narración, es fundamental para otorgar sentido, y es desde o contra esa narración compartida que se formula lo íntimo ¿Qué sucede si eso cae, aunque las radios sigan? ¿Qué pasa cuando el sentido queda licuado y el vinculo social resulta fundido? Cuando las promesas se revelan de barro insustancial y el discurso ni siquiera se cree a sí mismo? La ausencia de sostén es lo que suscita el retorno inexorable del canibalismo original. Sin distancia institucional, normativa o simbólica, el otro es siempre un enemigo o un alimento. Lo notable, lo esperanzador, es que también exista la contraposición, una restauración anónima, natural, del tejido perdido.

En la carta de la madre de un joven asesinado en un barrio caraqueño a la madre de su joven victimario, publicada recientemente en Tal Cual, se ilustra el esfuerzo por recuperar una representación normatizada del Otro. No se trata el crimen, aceptado con natural fatalismo, sino la relación que las instituciones y la administración pública tuvo con las víctimas. Esa correspondencia, que ilustra las relaciones en los barrios entre madres de las dos partes de la violencia, señala también el esfuerzo con que el cuerpo desnudo de la sociedad intenta arroparse nuevamente con normas y transacciones propias, un intento de salir de la mortal dimensión caníbal como destino. Tesón para configurar un ámbito común, reglas, acuerdos, quizás parches, fragmentos que retornen aquello que contiene los sujetos en un "nosotros".
Hacer y mantener promesas, dice Hannah Arendt, es el remedio humano ante la imposibilidad de predecir. ¿ Que sucede cuando la promesa, en lugar de una palabra creíble que funda el futuro es cháchara, mentira y cinismo ?. Las palabras absolutas, de creencias plenas, son peligrosas porque aspiran el control del otro, procuran el dominio total, pero también las promesas huecas desvanecen la esperanza. En ambos casos, el verbo no mitiga el vértigo de inermidad y violencia, y su gozne de sentido termina por girar en vacío. No basta el discurso si no se regenera la epidermis institucional, un soporte donde crezca un tiempo común y un espacio público, de lo contrario es inevitable que siga creciendo el Octavo pasajero, el Otro como caníbal."

Publicado en Tal Cual Digital, el 03/10/2013.

Foto: El Universal

 
 

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